En el imaginario colectivo de varias generaciones de venezolanos, una frase resuena con un eco de temor y nostalgia: «la recluta«. Lejos de ser un simple llamado al servicio militar, esta expresión evoca un período de la historia del país donde el Estado, a través de una práctica coercitiva, tomaba a jóvenes de la calle, a menudo sin previo aviso, para incorporarlos a las filas del ejército. La recluta, abolida oficialmente hace décadas, sigue siendo un tema de conversación que evoca la pérdida de la libertad, la desigualdad social y el fin abrupto de la adolescencia para miles de jóvenes.
El servicio militar obligatorio, tal como se conocía, tenía un matiz particularmente oscuro. «La recluta» era, en esencia, una cacería de hombres jóvenes. Los «reclutadores», a menudo militares y policías, patrullaban zonas populares, plazas, cines y estadios de béisbol, buscando a aquellos que no portaban su tarjeta de exención o que simplemente se encontraban en el lugar y momento equivocados. Se trataba de un proceso selectivo, donde los más vulnerables —jóvenes de bajos recursos, sin conexiones o con poca educación— eran los principales objetivos.
La experiencia era traumática. Quienes eran capturados eran llevados en camiones a los cuarteles, donde comenzaba un período de adiestramiento intensivo. La formación militar incluía no solo la instrucción en armamento y tácticas, sino también la imposición de una disciplina férrea que a menudo rompía con la identidad civil de los reclutas. Testimonios de la época hablan de maltratos, largas jornadas de ejercicios, y la sensación de ser un número más en un sistema que no valoraba la individualidad.
Más allá del servicio en sí, la recluta impactaba profundamente la vida de los jóvenes y sus familias. Para muchos, significaba la interrupción forzada de sus estudios o de sus trabajos incipientes, truncando proyectos de vida. Las familias, por su parte, vivían en la incertidumbre, sin saber a dónde habían sido llevados sus hijos. La única forma de evitar «la recluta» era portar una constancia que acreditaba que el joven ya había cumplido con su deber o que estaba exento por alguna razón, un privilegio que no todos podían obtener con facilidad.
La práctica de «la recluta» fue un reflejo de las profundas desigualdades sociales en Venezuela. Si bien el servicio militar era obligatorio para todos los ciudadanos aptos, la forma de reclutar a la fuerza creaba una división de clases: los jóvenes de familias acomodadas solían estar exentos o cumplían su servicio de forma más controlada, mientras que los jóvenes de barrios populares eran los que, de manera desproporcionada, terminaban en los cuarteles.
A pesar de que esta práctica fue oficialmente abolida, su recuerdo persiste como un fantasma en la memoria histórica del país. Hoy en día, el servicio militar en Venezuela es de carácter voluntario, un cambio que marca una diferencia sustancial y que busca borrar las sombras de una época en la que la juventud, en su forma más inocente, podía ser secuestrada por el Estado. Para las generaciones más jóvenes, «la recluta» es solo una historia contada por abuelos y padres; para quienes la vivieron, es una cicatriz que recuerda una libertad que no se daba por sentada.
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