Este pasaje del Evangelio según San Juan (16, 16-20) es parte del discurso de despedida de Jesús a sus discípulos, antes de su pasión, muerte y resurrección.
Es un consuelo y una profecía para los discípulos (y para nosotros). Anticipa el dolor de la Pasión, pero lo subsume en la promesa de la alegría que vendrá con la Resurrección, mostrando que la tristeza no es el final, sino un preludio a la verdadera felicidad en Cristo.
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