El asesinato de Felipe Pirela

Felipe Pirela cometió en su vida tres grandes errores que lo hundieron hasta la muerte: Confiar ciegamente en sus amistades, casarse con una niña de 13 años y empeñar su carrera artística a un sello disquero.

Su inconfundible voz, dulce, romántica, está más viva que nunca. Enfrentó la pobreza, alcanzó fama y cosechó una fortuna que como llegó, se esfumó, enriqueciendo a unos cuantos, pero jamás superó la tragedia de su vida, tras la demanda de divorcio y los señalamientos inmisericordes de su esposa y su suegra.

Azotado por un vendaval de calumnias, perseguido por una justicia que para él no fue justa, retó el difícil mercado internacional de la música. Recorrió América, conquistó el público en cotizados escenarios de Nueva York, Chicago, Los Ángeles, Miami y otras ciudades de habla hispana en los Estados Unidos, llegó hasta Canadá, escaló así, lo más alto del pedestal de la música para convertirse en ícono del bolero.

La mañana del 2 de julio de 1972, Luis Rosado Medina, un mafioso, convicto buscado por el FBI descargó su revólver calibre 38 contra el talentoso cantante. Cayó agonizante en una esquina de Isla Verde, Puerto Rico. Minutos después, auxiliado por dos policías y trasladado en un carro patrulla, falleció en el hospital Presbiteriano de Santurce. Ese día, domingo, murió el bolerista y nació el mito.

Un avión de la línea Aeropostal, fletado por el Gobierno de Venezuela, trajo su cadáver a Maracaibo la madrugada del 4 de julio de 1972. Una multitud lo recibió en el terminal aéreo de Caujarito, y en marcha fúnebre trasladado a su humilde casa de la calle Delgado. Su sepelio, al otro día, es recordado como uno de los más multitudinarios de Maracaibo. A hombros, la urna, fue llevada al camposanto.

Pasan los años y el legado del “Bolerista de América“, se mantiene vigente.

Fuente: Diario Panorama

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