El 8 Mayo de 1830, Simón Bolívar abandona Bogotá y se despide para siempre de Manuelita Sáenz, fiel y leal compañera, quien le dio amor incondicional. La Libertadora del Libertador.
En Quito, el día de la entrada triunfal del Libertador, ella le lanzó una corona de laurel desde el balcón donde se encontraban las criollas patrióticas; la corona fue a dar al rostro de Bolívar, quien un tanto airado volvió la vista a los balcones y descubrió a Manuelita.
Dicen que él dijo después que ojala todos sus soldados tuvieran la misma puntería que aquella mujer. Esa misma noche la identificó en el baile de la victoria.
Desde entonces se amaron: “Hasta padecer el dolor de la soledad, de las ingratitudes y de la persecución, sobre todo después de la muerte de Bolívar”, ha escrito uno de los más documentados biógrafos de Manuela Sáenz, el ecuatoriano Alfonso Rumazo González, autor de la obra “Manuela, La Libertadora del Libertador”.
Manuela Sáenz había salvado a Bolívar de perecer en varios atentados. Quizá cuando el Libertador de América estuvo más cerca de la muerte a manos de sus enemigos políticos fue la noche del 25 de septiembre de 1828, conocida como “la noche trágica”.
Habría sido asesinado de no haberlo despertado Manuelita, de un profundo sueño, cuando los finos oídos de la quiteña escucharon los ladridos de los perros del Libertador y un ruido extraño en la casa.
Simón Bolívar se levantó sorprendido al llamado insistente de Manuelita, tomó su sable y su pistola y fue a abrir la puerta para hacerle frente al peligro, pero ella lo hizo saltar por la ventana y sólo abrió la puerta cuando comprobó que se había alejado de la residencia.
Los complotados la humillaron y maltrataron, pero no le importó, Bolívar se había salvado. Cuando él regresó a la quinta, le dijo a Manuela, delante de sus ayudantes: “¡Tú eres la Libertadora del Libertador!”. Ningún título más alto que ése.
Dos años más tarde, el 8 de mayo de 1830, se habrían de despedir para siempre, sin saberlo. Él abandonaba Bogotá, pensando en una última oportunidad para salvar su obra, pero muy abatido por la enfermedad que lo consumía y los juicios nefastos contra su persona. La Gran Colombia se despedazaba.
Ella seguiría al cuidado de los documentos confidenciales del Libertados y sobre todo vigilante de sus adversarios. Pensaban reencontrarse, quizá en Quito que tanto les agradaba a los dos. Pero siete meses después el Libertador había muerto. Comenzaba el calvario de la bella quiteña, Manuela Sáenz, hasta su muerte en Paita.
La historia de esta extraordinaria mujer que Guayasamín plasmó en un mural, colocándola entre los grandes del Ecuador ha sido exaltada con justeza, pero también a lo largo de más de un siglo negada o reducida en su rango histórico, cuando no vilipendiada. De Manuela Sáenz se han escrito numerosas páginas destacándose las de sus biógrafos Rumazo y Víctor Von Hagen.
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