La Venezuela colonial, crisol de culturas y encuentros inesperados, fue mucho más que la superposición de poderes. Fue un terreno fértil donde las interacciones entre indígenas, blancos y negros, y posteriormente los mestizos, sembraron las semillas de lo que hoy reconocemos como nuestras propias tradiciones. Dos prácticas, aparentemente dispares en su origen y participantes, nos ofrecen una ventana fascinante a este proceso de sincretismo cultural: las exclusivas peleas de gallos de la élite blanca y la ingeniosa «echa» o pelea de cocos, nacida en los cumbes de las costas venezolanas.
En los ocios de la sociedad colonial, los hombres blancos encontraban en las galleras un espacio de fervor y camaradería. Las populares peleas de gallos, extendidas por todo el territorio, se convertían en un hervidero de emociones. El bullicio de las apuestas y los gritos de apoyo al gallo predilecto llenaban el aire, creando una atmósfera vibrante reservada para la clase dominante.
Mientras tanto, en las cálidas costas donde los africanos esclavizados habían sido forzados a asentarse, florecía una tradición marcada por la necesidad y la creatividad. Con numerosas limitaciones impuestas por los colonizadores, los negros desarrollaron actividades dentro de sus propias posibilidades. Fue durante la abundante cosecha de cocos en estas zonas que surgió la «echa» de cocos, una práctica tan funcional como entretenida.
La dura concha del coco representaba un desafío a la hora de abrirlo. Golpearlo con fuerza era la solución, y de esta necesidad nació una peculiar competencia. Imitando las peleas de gallos que seguramente llegaban a sus oídos, los negros idearon una contienda con cocos como protagonistas. Dos contendientes se enfrentaban en un duelo de golpes alternados: uno sostenía el fruto, mientras el otro lo impactaba con la intención de romper el del adversario. La victoria era para quien lograba la fractura del coco ajeno.
Lejos de ser una simple demostración de fuerza, la «echa» de cocos requería estrategia y conocimiento. Era crucial saber elegir un coco resistente, capaz de soportar y propinar golpes. Para ello, utilizaban una piedra con la que tanteaban suavemente la fruta, buscando la solidez ideal.
Los cumbes se transformaban en escenarios de intensa emoción al comenzar las «echas». Hombres y mujeres se reunían con sus cocos cuidadosamente seleccionados, listos para desafiar a sus vecinos. El premio para el vencedor era el coco partido de su oponente, un bien preciado que luego se convertiría en coco rallado, dulces conservas o nutritivo aceite.
Con el tiempo, el público también se involucró activamente, añadiendo un toque de picardía a la contienda con apuestas y comentarios ingeniosos. Sin embargo, como en cualquier actividad física, los riesgos estaban presentes. Quien sostenía el coco se exponía a lesiones si el golpe fallaba y terminaba impactando sus dedos.
Lo que comenzó como una práctica ligada a una comunidad específica trascendió las barreras sociales con el paso de los años. Ya en pleno siglo XX, la «echa» de cocos dejó de ser exclusiva de los descendientes africanos. Durante los días de Cuaresma, todos los pobladores se reunían para participar en estas singulares contiendas, llegando incluso a recibir premios otorgados por las autoridades locales.
Hoy en día, la «echa» de cocos se observa con menor frecuencia en Venezuela. No obstante, existen comunidades y personas que mantienen viva esta tradición, un testimonio elocuente de cómo la creatividad y el ingenio florecieron incluso en tiempos de opresión, dejando una huella imborrable en nuestro patrimonio cultural. La historia de las galleras y la «echa» de cocos nos recuerda que la Venezuela que conocemos es el resultado de un complejo y fascinante encuentro de tradiciones, donde la inventiva popular encontró formas únicas de expresión y esparcimiento.
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