La mayor parte del transporte dentro de la Isla de Margarita lo llevaban a cabo los burros y las mareras.
Mareras se denominaban a las mujeres que iban de un sitio a otro con una mara en la cabeza transportando productos de cualquier naturaleza. Las maras margariteñas eran cestas semiesféricas tejidas con bejucos silvestres o listoncillos de madera adelgazados, y las había grandísimas, medianas y pequeñas, de conformidad a como fuera la resistencia de quienes las cargaran y del contenido que en ellas tenían que desplazar.
En las maras se llevaban productos del campo hacia las regiones costeras y se traían desde allí productos del mar, tales como pescado y sal, hacia los pueblos interioranos. También se cargaban en las maras, panes de trigo, melindres, confites y dulces de tamaños y de formas diferentes. Asimismo, se transportaba en maras la mercancía seca para ir vendiéndola o fiándola de casa en casa; y hasta los huevos de gallinas, de patas y de pavas se conducían en maras hacia los sitios de consumo.
Las mujeres cargaban todo el tiempo las maras en la cabeza mientras que los hombres lo hacían en los hombros, pero a éstos, aunque ejecutaran ese trabajo al igual que las mujeres, nunca se les decía mareros.
Las mujeres, cuando la carga era demasiado pesada y las distancias prolongadas, para descansar un poco, alzaban la mara con los brazos y caminaban así trechos largos, para después dejarla apoyar nuevamente y seguir su recorrido “como si en el mundo de Dios”.
Fueron famosas las mareras de Porlamar, El Poblado, Punta De Piedras, Los Robles, La Asunción, de Tacarigua, de Paraguachí, de Los Robles, de El Tirano, de Manzanillo, de Pampatar de El Alto del Moro, de Los Millanes, de San Juan, de El Maco, de El Cercado y de muchos otros pueblos de la Isla, que recorrían diariamente y a cualquier hora, los distintos caminos, buscando el sustento para sí y para los suyos.
Había algunas mareras que mientras caminaban con su mara en la cabeza, iban haciendo otro trabajo manual, como el de hilar, tejer crinejas o desmotar algodón, sin que en ningún momento perdieran el equilibrio.
Por la madrugadita se escuchaba el canto de las mareras cuando iniciaban la jornada y por la tarde se volvía a escuchar cuando regresaban a sus casas cansadas y sudorosas pero siempre alegres.
Los automóviles fueron acabando con las mareras de la Isla, al extremo de que ya son poquísimas las que quedan en ejercicio de ese trabajo, pero sin aceptar que les digan mareras por parecerles el término denigrante y ofensiva.
Tomado del Facebook Amigos en isla de Margarita / Juan Velásquez Luna
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