Así como a los robleros nos dicen “come conejo”, a los pampatarenses “come agalla”, a los asuntinos “come mango” y a los tacarigüeros “come papelón”, a los valleros les decimos “come iguana”.
Y es que, en realidad, los únicos seres humanos que en Margarita jamás han tenido asco en comer iguanas, son los valleros del Espíritu Santo. Encontrarnos con uno de ellos a cualquier hora y en cualquier camino cazando iguanas, nada extraño es. Porque tal afición para esta gente, más que una necesidad, es un deporte, al cual se dan sin reparar adversidades y tan sólo por el mero placer de ver a uno de estos inofensivos reptiles contorsionándose con la lengua afuera, asida al extremo de un ahogadero.
El 26 de enero de 1930, sofocante el sol y abrasador el polvo rojizo del camino, tres valleritos regresaban de Porlamar para su pueblo. Los dos más grandecitos en sendos burros y a pie el más pequeñín.
Las últimas lluvias del año anterior habían dejado en las empalizadas de Conuco Largo un verdor que al paso de los días soleados de enero iba tornándose mustio. Por encima de aquellas empalizadas, estos tres valleritos, jugandito, rastreaban por si alguna iguana hambrienta habíase antojado de sestear entre aquel verdor.
Abrazada al tallo de un cardón gigante que sobresalía hacia el camino, el más grandecito de aquellos dos inquietos jinetes, descubrió una iguana devorando a placer los más tiernos cogollos que aún quedaban en las tales empalizadas. Emocionado y sin bajar de su montura, con la lata que le servía de fusta para hacer caminar su burro, y un cordel que oportunamente le suministrara el de la otra cabalgadura, armó un ahogadero y con él se dio a la caza de tan preciada pieza.
Tan pronto le acercó el lazo a la cabeza, la iguana, asustada, se lanzó al suelo y despavorida corrió no largo trecho del camino perseguida por el carricito que venía a pie. En su afán de darle alcance al reptil, no se percató de la presencia de un carro que, a esa misma hora, once de la mañana, subía de Porlamar para El Valle del Espíritu Santo.
Minutos después aparcaba el mismo carro al frente de la Jefatura Civil de El Valle. En el asiento trasero venía el cadáver del niño. Se llamaba César Ortega Ortega. Tenía nueve años y era hijo de Brígido Ortega y María Ortega.
De los niños que iban en burro, uno tenía doce años y se llamaba Julián Alcalá. El otro se llamaba Plácido Rodríguez y tenía diez años.
Viajaban de pasajeros en tal carro: Francisco Aguilera, hijo, y una familia de apellido González. El chofer se identificó como Encamación Rodríguez, residenciado en la calle Maneiro 51 de Porlamar. El automóvil era un Chevrolet, cuya placa habían marcado con el número nueve del Distrito Mariño.
Examinado el cadáver por el Dr. Jesús Enrique Luciani y el practicante Erasmo Carrasquero, presentó fractura de la base del cráneo.
Todos los testigos coincidieron en que el chofer nada de culpa tenía. Por eso el Tribunal dejó sin efecto las averiguaciones.
(Tomado de Nicanor Navarro en MARGARITA BAJO RUEDAS, 1995)
Recopilación: Verni Salazar
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